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Internacionalmente la aceptación y la permisión del aborto se expande por todo el mundo porque se considera como un avance de la humanidad. Quienes lo defienden se sienten inspirados por una causa moral que tiene en el centro a la defensa de los intereses de las mujeres y su derecho de disponer sobre su cuerpo, incluida la criatura concebida. El embrión, para estos grupos, no es sino una parte del organismo femenino y si no es querido por la madre por diversas razones, esos argumentos deberían ser suficientes para interrumpir el embarazo y matar al feto, concretando así el deseo o la necesidad de quien aborta. Obviamente que, pese a ciertas manifestaciones tan grotescas que por tales son irrepetibles, esa acción de destruir al no nacido y no querido –por diversas circunstancias– es también para quien lo ejecuta un acto de dolor y trauma, sentimientos que en sí mismos tienen una dimensión diferente a la de la reivindicación del derecho para poder hacerlo. Destrozar, derramando la sangre y destruyendo el cuerpo del no nacido, es para todos y seguramente para quienes lo hacen un acontecimiento dramático e imborrable en sus vidas. De no ser así, si se asume ese acto como uno de realización moral, sería una muestra de insensibilidad, claramente patológica y pervertida. Abortar no es grato para nadie y menos aún para quienes lo practican.
Quienes trabajan en ética, reflexionando sobre ella y analizando las acciones humanas desde esa perspectiva, cuando llegan al ámbito de la educación moral coinciden en la importancia del ejemplo y posicionan en un lugar accesorio a los procesos definidos por la asimilación de conocimientos y la repetición de conceptos de lo que consideran está bien o no moralmente. Así, la educación en valores, frase a la que se recurre tan a menudo y en tantos escenarios de nuestra sociedad, estaría determinada, más que por el discurso sobre lo que representan esos valores o principios, por el ejemplo de la vida de cada ciudadano y sobre todo de los que tienen responsabilidades como padres de familia, docentes y tantos otros que cumplen funciones sociales de liderazgo y gestión en los sistemas de convivencia humana. Piaget, el sabio suizo, fue uno de quienes defendió este enfoque.
Creo que la última vez que vivimos una fiesta tan emotiva en el Ecuador fue cuando el Nine Kaviedes metió ese golazo de cabeza que nos clasificó a nuestro primer Mundial. Hoy, las calles del Ecuador vuelven a vestirse del símbolo patrio más preciado que tenemos: nuestra bandera. A pesar de que hemos vivido comidos el cuento de que lo único que une a este país es el fútbol, que los regionalismos, el fanatismo y el resentimiento son más fuertes, siempre demostramos quiénes somos en los momentos que más lo necesitamos, como cuando un terremoto nos sacude el alma o una pandemia nos encierra a nuestra suerte.
Se trata de mantenerse y proyectarse. De supervivencia. Y, para que esa aspiración fundamental tenga visos de concreción en la realidad social y ambiental, los seres humanos formulamos principios, preceptos y normas, construimos cultura y civilización. La vida, entonces, y su preservación es uno de los esenciales argumentos morales que justifican la organización social y la acción de los individuos.
Desde la perspectiva de vida, la humanidad contemporánea, en el 2015, genera un documento que incorpora algunos de los grandes requerimientos éticos planetarios con el sugestivo título Transformar nuestro mundo: la agenda 2030 para el desarrollo sostenible, que propone 17 objetivos de desarrollo sostenible (ODS) y 167 metas. Se trata de un punto de inflexión que ha generado nuevas relaciones de poder entre los gobiernos, las organizaciones internacionales y los tradicionales entes de cooperación mundial. La intención es llegar a una suerte de multicentrismo que permita el desarrollo también desde lo local.
Como muchas otras nociones, esta es asimilada universalmente –sin reserva de inventario– al ejercicio profesional que defiende intereses de ciudadanos que reivindican derechos en el marco de los sistemas de administración de justicia. El litigio judicial, en gran medida, es el espacio en el que se practica el derecho, afirmación que tiene sentido pero que circunscribe el concepto del derecho a su utilización en situaciones extraordinarias, como son las que se derivan de la desavenencia y el enfrentamiento entre personas naturales o jurídicas que tienen puntos de vista diferentes sobre aspectos de interés propio.
También la práctica jurisdiccional del derecho se da cuando los individuos adecuan sus conductas a las prohibiciones del sistema jurídico vigente, que en esos casos establece sanciones forzosas, las cuales pueden ser objetadas por profesionales del derecho que defienden los intereses de sus representados.
La ciudad de Cuenca tiene algunos elementos que la marcan otorgándole una identidad y una belleza que los lugareños las reconocemos, cultivamos y cantamos convencidos de sus características positivas. La ciudad vieja, la de las casas y casonas tradicionales, iglesias, parques que ocupan manzanas enteras, mercados con nombres de fechas patrióticas de la historia local y nacional y, que respira el espíritu de la gente que ahí mora, trabaja y concurre, le dan una vitalidad variopinta que muestra una cultura que es producto de la civilización anterior a la llegada de los españoles y, por supuesto, del posterior aporte europeo.
También está el entorno cercano de la urbe con asentamientos humanos, parroquias, que representan formas de vida y expresiones culturales que enriquecen a la ciudad cercana, que es la suma de todos. Y, en un sitial especial, está su naturaleza cuidada y amada por nosotros sus hijos, representada icónicamente por el Parque Nacional Cajas, de una belleza sorprendente producto del agua que, abundante y rutilante, define paisajes, permite la vida de animales, aves, insectos y también de la urbe, que aguas abajo, le debe todo.