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La conexión permanente con diferentes aparatos tecnológicos es una de las características que nos definen como individuos y sociedades en la contemporaneidad. Es dramática, pues muchos hemos desarrollado síndromes evidentes de dependencia absoluta de lo que pueda publicarse en redes sociales, en internet o en cualquier medio de comunicación, a modo de navegantes desorientados en la inmensidad del parloteo informático que, por el solo hecho de ser el repositorio de todo, nos seduce hasta la enajenada degradación que representa la fusión con la irreflexiva masa captada por el espejismo tecnológico.
Además del frenesí desatado por la bajeza humana al alcance de todos, ahí en la red, se encuentra también lo excelso y sofisticado, lo sencillo y trascendente, la ciencia y la poesía, el arte, la literatura, el dolor, el sufrimiento y la exultante alegría tan humana y vital. Ahí está toda la música del planeta, la historia y la actual realidad geográfica, climática, cultural, económica y las expectativas del siempre incierto devenir. Ahí están los notables de todo el mundo a quienes los podemos tener en casa, como nunca antes a través de las plataformas virtuales, para que compartan sus conocimientos, sus sueños y esperanzas.
Este es un tema sobre el cual he escrito algunas ideas que rememoran otras épocas en las cuales las emisoras de radio eran protagonistas indiscutidas en la vida de las personas, como las del siglo anterior cuando las familias del Ecuador y del mundo se unían diariamente para escuchar transmisiones radiales que tocaban todos los aspectos de la vida social, informando de las noticias que se producían, generando espacios artísticos para que músicos interpreten sus composiciones y canciones o difundiendo las famosas radionovelas que captaban la atención colectiva y entusiasta de la ciudadanía.
Eran los Días de radio, espléndida película autobiográfica de Woody Allen, producida en 1987, que narra su propia infancia en la ciudad de Nueva York y su pasión por el jazz que lo descubrió precisamente a través de ese medio. Eran los tiempos de La tía Julia y el escribidor, obra escrita por Mario Vargas Llosa, publicada en 1977, también de alguna manera una autografía novelada de la vida del gran escritor peruano, en la cual parte importante de la trama aborda su amistad con el libretista boliviano de radionovelas de una emisora limeña.
Históricamente las sociedades producen normas que regulan la convivencia de sus integrantes. No todas son de la misma naturaleza porque unas definen las relaciones sociales, otras las de los individuos con Dios, otras los comportamientos en determinadas asociaciones, otras las conductas morales aceptadas grupal e individualmente, otras las conductas exigidas, prohibidas o permitidas jurídicamente y así en todos los escenarios humanos, pudiendo sostenerse que existen tantas reglas de convivencia como agrupaciones.
En ninguno de los sistemas de normas mencionados, con excepción del jurídico, se aplican sanciones de manera obligatoria por parte del Estado. El derecho es el sistema dogmático y de reglas de comportamiento que exige su acatamiento y, en el caso de no darse, se atribuye la potestad de aplicar las sanciones previstas para esos casos… la pena por la comisión de delitos u otras por incurrir en situaciones que merecen la reacción coercitiva de la sociedad organizada. La sanción general y forzosa no se encuentra en las otras normas.
La utilización de la palabra ética para analizar situaciones es común en nuestra época. Se habla de ética del sufrimiento, de la solidaridad, de una pública o privada, entre tantas otras, porque cada acción humana puede ser examinada a la luz del cumplimiento de sus fundamentos morales. También se han escrito obras dedicadas a personas, la más conocida lo fue por Aristóteles para su hijo, Ética a Nicómaco, y en estos tiempos, Fernando Savater publicó su conocida Ética para Amador. Entre nosotros destaca el libro de Eduardo Peña Triviño, Propuesta de una ética laica.
En este escenario y en la coyuntura política de nuestro país, escribo pensando en el grupo de funcionarios públicos que forman parte del nuevo Gobierno y de la nueva Asamblea que conducirán a nuestra sociedad en los próximos años. Lo hago reflexionando sobre la condición humana y sus circunstancias y desde el respeto por todos y por ellos, consciente de que lo que aquí plasmo como texto, en esta ocasión y siempre, me ha permitido constatar mi propia precariedad frente a las posibilidades de excelencia. No escribo por considerarme ejemplar –inimaginable pretensión– sino porque adhiero a lo que representa la ética como forma de vida que sostiene que las virtudes potencian la sostenibilidad y los errores atentan contra ella.
Este adjetivo no es utilizado con frecuencia entre nosotros, tal vez porque el concepto de república como forma de gobierno, en la práctica, nos es lejano pese a que discursivamente nos define, afirmando que la soberanía radica en el pueblo y se la ejerce a través de un sistema jurídico que regula una forma política de funcionamiento del Estado fundamentado en el respeto a los derechos humanos.
El derecho constitucional que aborda estos temas no es sino el producto instrumentalizado de valores y formas de pensar la convivencia social. No es ni puede ser fuente originaria de ninguna normativa, pues es el resultado de las ideas y del cambiante pensamiento social reconocido y que por la propia dogmática jurídica debe ser respetado por todas las otras ramas del derecho que a su vez exigen ese mismo tratamiento, constituyendo esta obligatoriedad la gran categoría jurídica conocida como imperio de la ley, que no significa imperio de lo legal, sino del derecho, considerado en su amplitud como sistema normativo, realidad social y principios que lo fundamentan. El respeto al derecho es el valor social supremo. La resistencia, el desacuerdo y el rechazo de la norma se encuentran regulados y deben ejercerse dentro sus límites. Sin embargo, algunos piensan que el sistema jurídico no siempre debe ser obedecido, porque no se sienten identificados y posicionan en su lugar su propia visión individual de la convivencia. Entre nosotros, recientemente, a algunas de estas actitudes se las denominan incivilidades… con toda razón.
Internacionalmente la aceptación y la permisión del aborto se expande por todo el mundo porque se considera como un avance de la humanidad. Quienes lo defienden se sienten inspirados por una causa moral que tiene en el centro a la defensa de los intereses de las mujeres y su derecho de disponer sobre su cuerpo, incluida la criatura concebida. El embrión, para estos grupos, no es sino una parte del organismo femenino y si no es querido por la madre por diversas razones, esos argumentos deberían ser suficientes para interrumpir el embarazo y matar al feto, concretando así el deseo o la necesidad de quien aborta. Obviamente que, pese a ciertas manifestaciones tan grotescas que por tales son irrepetibles, esa acción de destruir al no nacido y no querido –por diversas circunstancias– es también para quien lo ejecuta un acto de dolor y trauma, sentimientos que en sí mismos tienen una dimensión diferente a la de la reivindicación del derecho para poder hacerlo. Destrozar, derramando la sangre y destruyendo el cuerpo del no nacido, es para todos y seguramente para quienes lo hacen un acontecimiento dramático e imborrable en sus vidas. De no ser así, si se asume ese acto como uno de realización moral, sería una muestra de insensibilidad, claramente patológica y pervertida. Abortar no es grato para nadie y menos aún para quienes lo practican.